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Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios (1 Cor 2, 12), el Espíritu de su Hijo, que Dios envió a nuestros corazones (Gal 4,6). Y por eso predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). De modo que si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,9).
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martes, 11 de febrero de 2025
El tirano constitucional
Estamos asistiendo a un estallido. Lo que estalla es la arquitectura jurídico-institucional del sistema de 1978. El protagonista de la explosión es el Tribunal Constitucional, órgano concebido para ejercer como garante de derechos constitucionales, pero que bajo la presidencia de Cándido Conde Pumpido, auxiliado por una mayoría de izquierdas escogida por el poder político, aspira a convertirse en máxima instancia jurisdiccional del país, desplazando de esa posición al Tribunal Supremo. Los movimientos del TC no dejan lugar a dudas: ha exonerado de sus delitos a los responsables políticos del escándalo de los ERE, torciendo el brazo de los tribunales que los condenaron (Supremo incluido); ha auxiliado en sus demandas a la ex fiscal general y ex ministra Dolores Delgado (otra vez contra el Supremo); en el caso de la amnistía al golpismo separatista catalán, ha apartado al único magistrado que se había opuesto públicamente a ella y el propio Conde Pumpido intervendrá para que la balanza caiga del lado de la amnistía. Son sólo unos ejemplos, pero hay más. La tónica está clara: el Constitucional, que no es un órgano judicial, se propone corregir al Tribunal Supremo en aquellos casos políticamente relevantes al servicio del proyecto de poder del Ejecutivo.
Hay quien habla de «golpe de Estado». No es correcto. Un golpe de Estado es, precisamente, un golpe: hay una legalidad visible, alguien que se levanta contra ella y un conflicto patente. Pero aquí no: aquí es la propia legalidad institucional la que se retuerce sobre sí misma para provocar un conflicto político. Ante un golpe, un Estado tiene instrumentos materiales de defensa: fuerzas armadas, tribunales, etc. Pero ante un proceso como el que hoy estamos viviendo en España, no hay instrumentos que valgan, pues todos ellos dependen de un modo u otro del mismo poder que está ejecutando el movimiento. En un auto reciente, y sin que aparentemente viniera a cuento, el Tribunal Supremo deslizaba la eventualidad de que los magistrados del Tribunal Constitucional pudieran ser encausados por actuar contra la ley. Era algo más que un aviso a navegantes: en un caso extremo, podríamos encontrarnos con que el Supremo acusara al Constitucional de prevaricación. ¿Imposible? Bueno, ahora mismo tenemos a un Fiscal General del Estado investigado por revelación de secretos y, pronto, destrucción de pruebas y obstrucción a la Justicia. Cualquier cosa es posible hoy en España.
Es importante señalar que esta deriva de nuestro sistema no era imprevisible. La fragilidad de los órganos de control constitucional es bien conocida desde hace un siglo, cuando la célebre polémica entre Kelsen y Carl Schmitt sobre el «guardián de la Constitución». ¿Quién debe defender la Constitución frente a sus enemigos? Schmitt pensaba que un poder soberano capaz incluso de suspender la Constitución para defenderla, lo cual abría la pregunta acerca de las verdaderas intenciones del soberano. Kelsen, al contrario, pensaba que debía ser un tribunal, lo cual, por su parte, abría la pregunta sobre la capacidad real de ese tribunal para imponer sus decisiones. Lo que hoy tenemos en España es un Tribunal que ha empezado a comportarse como un poder soberano, en la medida en que se ha arrogado de hecho la capacidad para enmendar sentencias e incluso crear derechos fundamentales, como hizo en su sentencia de 2024 sobre el aborto. Este giro altera radicalmente la estructura del Estado de Derecho. Hemos pasado de una Nomocracia, es decir, el gobierno según las leyes, a una Telocracia, o sea, el gobierno según las finalidades (políticas), que ponen a su servicio las leyes modelándolas a su conveniencia. Y sin pedirnos permiso. Es verdad que estamos en plena crisis constituyente. Eso lo dijo —recordemos— Juan Carlos Campo, entonces ministro de Justicia y hoy magistrado del Tribunal Constitucional. En su momento, pocos lo entendieron, pero hoy el proceso es transparente: el estallido del sistema, en efecto.
Ahora la pregunta es qué hacer después. Imaginemos que todas las artimañas desplegadas por el Gobierno para mantenerse en el poder fracasan, que hay elecciones y que, pese a los mecanismos de control colocados aquí y allá por el Ejecutivo, Pedro Sánchez deja La Moncloa. El nuevo Gobierno tendrá ante sí el complicadísimo paisaje de un Tribunal Constitucional declaradamente hostil (incluso si Conde Pumpido finaliza su mandato en enero de 2026), lanzado por la pendiente de una redefinición de la estructura institucional del Estado, con una jurisprudencia tras de sí que le habilita para actuar como un poder judicial de hecho y sin ninguna instancia superior que pueda corregirle. El «guardián de la Constitución» se habrá convertido en un tirano constitucional. En ese paisaje, llenarse la boca con la «defensa de la Constitución» sería perfectamente absurdo: ese momento ya ha pasado. Inevitablemente habrá que tomar medidas de restauración del Estado de Derecho, medidas que tendrán que ir mucho más allá de un retorno a la situación anterior. Sólo cabe esperar que quien se vea llamado a la obra sea consciente de su magnitud.
José Javier Esparza
Nuestra Señora de Lourdes, salud de los enfermos
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La de Lourdes es la advocación mariana más vinculada a los enfermos. «La Virgen hace muchos milagros» decía el Papa hace unos días. Que Nuestra Señora interceda por tantos niños enfermos.
(Mercaba.org)- En 1858 Lourdes era un pueblecito desconocido, de unas cuatro mil almas. Simple capital de partido judicial, tenía su juzgado de paz, su tribunal correccional y hasta un pequeño destacamento de gendarmería. Esto y un mercado bastante concurrido era lo único que le daba un poco de superioridad sobre los demás pueblecillos de los alrededores, perdidos, como él, en las estribaciones de los Pirineos.
Si el paisaje no ha cambiado, la población en cambio se ha transformado por completo. El pueblecillo, entonces ignorado, es hoy conocido en todo el mundo. El flujo y reflujo de Lourdes durante la época de las peregrinaciones no conoce descanso y es algo único e impresionante. De aquí el nacimiento de una nueva ciudad, la de los hoteles y las tiendas de recuerdos, que han venido a erigirse y casi a eclipsar a la antigua.
¿Qué ha ocurrido?
Había en Lourdes una pobre niña, analfabeta, que por su rudeza no había podido aprender el catecismo ni estaba aún en condiciones de hacer su primera comunión. Ni siquiera sabia hablar francés, y tenía que expresarse en el dialecto de la región. Era hija de padres pobrísimos, que atravesaban por aquellos días una situación de auténtica miseria. Pero, aunque pobre en las cosas materiales, era riquísima en las del espíritu, buena, humilde, caritativa, pura y, sobre todo, sincera. El testimonio de cuantos convivieron con ella a lo largo de su existencia es terminante sobre este punto: antes y después de las apariciones María Bernarda Soubirous, que así se llamaba la niña, había dicho siempre la verdad con la sinceridad más plena.
Un 11 de febrero, cuando ella llevaba escasamente quince días en Lourdes, a su regreso de Bartres, donde había estado haciendo de pastorcita, salió en busca de leña y de huesos, en compañía de una hermana suya y de una amiguita. Estaba en una pequeña isla, formada Por el Gave y el canal que en él desembocaba. Sus compañeras la habían dejado sola. Era el mediodía. Oyó un fragor como de tempestad, dirigió su vista hacia una concavidad que había en la roca por encima de ella, y la encontró ocupada por una jovencita de su misma estatura, de rostro angelical, vestida de blanco, ceñida por una banda azul, cubierta con un velo, que tenia un hermoso rosario entre las manos.
Había comenzado una serie de dieciocho apariciones que se sucederían durante los días siguientes, con algunos intervalos, hasta terminar el 16 de julio. Durante esa temporada, las autoridades estarían alerta, el pueblo dividido, el clero en un silencio total y más bien reticente. Sospechas, que humanamente podían considerarse fundadas, habrían de envolver a la niña. Era mucha la miseria que había en casa de los Soubirous para que se pudiera excluir la hipótesis de que acaso se estuviese buscando una solución a tan trágica coyuntura económica.
María Bernarda sufrió con paz celestial y sin inmutarse toda clase de pruebas. Ya sea el procurador imperial, ya el comisario de policía, ya el párroco, ya los visitantes…, a todos contestará con absoluta serenidad y paz, repitiendo exactamente las mismas expresiones. En vano los visitantes buscarán con habilidad la manera de sorprender su buena fe. Ella se mantendrá firme, dando testimonio de la verdad de lo que ha visto. Cuando los alrededores de la gruta estén rebosantes de público y la aparición no se produzca, ella dirá con toda sinceridad que nada ha visto. Cuando le amenacen para que calle, ella continuará diciendo siempre que ha sido verdad la aparición. Será testigo de la verdad, sin conocer un instante de vacilación, ni un desfallecimiento.
El párroco ha pedido una señal del cielo: quisiera que floreciese el rosal que está junto a la gruta. La aparición no ha querido que fuese así. Pero se va a producir un acontecimiento con el que nadie contaba. A lo largo de una aparición extraña, que decepciona al público, mientras Bernardita prueba unas hierbas no comestibles y araña la tierra, ésta se abre bajo sus dedos y brota una fuente. El público se marcha decepcionado. Hay críticas. Más de uno siente vacilar sus anteriores convicciones, favorables a la aparición. Y, sin embargo, aquel jueves, 25 de febrero, será decisivo en la historia de Lourdes. La fuente continuará brotando, para no secarse ya jamás. Muy pronto ese agua comienza a ser instrumento de maravillosas curaciones. Y el rumor de esas curaciones empezará a atraer las muchedumbres a Lourdes, que tampoco faltarán ya jamás.
La aparición ha dado a la niña un encargo concreto: decir al clero que han de edificar una capilla, y que se ha de ir allí en procesión. El cura de Lourdes se ha mostrado severo. No puede creer en semejante encargo, sin más ni más. Por otra parte, la aparición no ha dicho todavía su nombre. Es lo menos que puede exigírsele.
Y un día, el de la Anunciación, lo dice: «Yo soy la Inmaculada Concepción». La niña no sabe lo que significa aquello. Es más, las primeras veces que cuenta lo que ha ocurrido, pronuncia mal la palabra «Concepción», hasta que las hermanas del hospicio de Lourdes la corrigen y la enseñan a decirlo bien. No importa. Esta misma ignorancia suya será una de las pruebas de que no se trata de nada que haya sido fingido. Ahora ya se sabe quién se aparece: la Santísima Virgen, a quien poco tiempo antes el Papa ha declarado solemnemente libre del pecado original desde el mismo instante de su concepción.
El 7 de abril, doce días después de la Anunciación, tiene lugar la decimoséptima aparición, y el 16 de julio, fiesta de la Virgen del Carmen, la decimoctava. Bernardita no volverá a ver a la Santísima Virgen mientras esté en la tierra. El demonio no podía contemplar lo que estaba sucediendo sin intentar algo por desacreditarlo. Ya en una de las primeras apariciones, exactamente en la cuarta, unos diabólicos aullidos fueron apagados instantáneamente por una mirada severa de la Santísima Virgen. Era sólo el comienzo. Poco tiempo después, una epidemia de visionarios se produce en la pequeña ciudad pirenáica. Ahora son unas mujeres que dicen haber visto extrañas apariciones; luego unos niños momentáneamente delirantes y posesos; más tarde extravagantes hombres, que aparecen como portadores de extraños mensajes, y tienen que ser retirados por alucinados. Es cierto que nunca tan sacrílegas mascaradas llegan a poder utilizar la misma gruta. Pero sus alrededores son manchados con esta clase de manifestaciones. Es notable: el contraste con la serena majestad, con la humildad y dulzura de Bernardita es tal, que puede decirse que esta clase de manifestaciones, lejos de servir para oscurecer su gloria, sirvió, por contraste, para enaltecerla más y más. La diferencia entre la única vidente verdadera y las burdas falsificaciones diabólicas, apareció siempre manifiesta y clara.
No iba a ser fácil la realización de lo que la Virgen había pedido. Durante no poco tiempo la gruta misma iba a estar cerrada, y el acceso a la misma prohibido. Se conserva todavía el cuaderno en el que el guarda jurado fue apuntando, con pintoresca ortografía, los nombres de los contraventores. Un día fue la señora del almirante Bruat, aya de los hijos del emperador. El mismo día, Luis Veuillot, el temible polemista. Estas visitas producen una cierta emoción en la ciudad. Hasta que, por orden del emperador Napoleón III, desaparecen las barreras y se decreta de nuevo que el acceso a la gruta es enteramente libre. Fue un día de inmensa alegría en Lourdes.
Pero ¿hasta qué punto se podía hablar de apariciones verdaderas? El obispo de Tarbes había mantenido hasta entonces una actitud sumamente prudente. Casi al mismo tiempo que se decretaba la libertad para ir a la gruta, monseñor Laurence daba, por su parte, otro decreto constituyendo una comisión de información sobre los hechos ocurridos en Massabielle. Y la comisión comenzaba inmediatamente, de manera concienzuda, sus informaciones. Estas habrían de tardar más de dos años. Por fin, entregaba sus conclusiones al señor obispo. Este quiso presidir personalmente la sesión final, que tuvo lugar en la sacristía de Lourdes.
La asamblea era impresionante. En torno al señor obispo, todas las personalidades que formaban parte de la comisión. En medio, Bernardita, tocada con su capuchón, calzada con zuecos, hablaba con absoluta sencillez, pero con una autoridad sorprendente. Sobre todo, como siempre solía ocurrir, cuando llegó el momento en que reprodujo el gesto de la Virgen, juntó sus manos, alzó su mirada y dijo: «Yo soy la Inmaculada Concepción», y pareció envuelta de una gracia tan celestial, que un escalofrío circuló por toda la reunión. El anciano obispo sintió cómo se le humedecían las mejillas, y dos gruesas lágrimas resbalaron por su rostro. Apenas salió la niña, exclamó movido por la emoción: «¿Han visto ustedes esta niña?»
Sólo faltaba proclamar la verdad. El sábado 18 de enero de 1862 el obispo firmaba la «Carta pastoral con el juicio sobre la aparición que tuvo lugar en la gruta de Lourdes». Después de haber expuesto los antecedentes, declaraba con toda solemnidad: ‘Juzgamos que la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, se apareció realmente a Bernardetta Soubirous el 11 de febrero de 1858 y días siguientes, en número de dieciocho veces, en la gruta de Massabielle, cerca de la ciudad de Lourdes; que tal aparición contiene todas las características de la verdad y que los fieles pueden creerla por cierto… Para conformarnos con la voluntad de la Santísima Virgen, repetidas veces manifestada en su aparición, nos proponemos levantar un santuario en los terrenos de la gruta».
Las dificultades no iban a ser, sin embargo, pequeñas. Unas veces nacerían del criterio restrictivo del ministerio de cultos, que había de dar su autorización para el nuevo santuario. Otras serían minúsculas cuestiones locales, como un pleito que hoy se nos antoja ridículo, entre el cabildo de Tarbes y la prefectura a propósito de la construcción de unos almacenes y unas cuadras en terreno de ésta, otras veces se mezclarían miras puramente humanas en lo que debiera ser única y exclusivamente sobrenatural. No importa: pese a tantas dificultades, el santuario de Lourdes habría de ser un hecho, y rápidamente, Massabielle cambiaría de fisonomía: ya el 22 de enero de 1862 escribía el párroco al señor obispo que Ia nivelación del terreno le da un aspecto grandioso». El arquitecto diocesano concibió un proyecto atrevido, que en un principio se creyó irrealizable: dar por corona gigantesca a la roca de la aparición un edificio que armonizase con el círculo de las graciosas colinas y cuya flecha ostentaría la cruz a una altura de cien metros sobre el nivel del Gave. De esta forma la gruta continuaría de la misma manera que cuando la consagraron las visiones de Bernardetta, abierta siempre sobre el río y su murmullo, bajo el cielo azul y las estrellas. No a todos gustó este proyecto, y se conserva la airada carta de un cura español al obispo de Tarbes, amenazándole con toda suerte de castigos del cielo si se llegaba a realizar. Pero a pesar de todo fue el que se llevó a cabo, y hoy los peregrinos agradecen tan feliz idea.
El 14 de octubre de 1862 se dio el primer golpe de pico para poner los cimientos de la futura capilla. Entre los sesenta obreros que trabajaban, se contaba Francisco Soubirous, padre de Bernardita, orgulloso de cooperar, desde puesto tan humilde, a tan grandiosa obra. El 4 de abril de 1864 se colocaba la estatua que todos los peregrinos conocen, en la gruta. Rápidamente Lourdes fue tomando el aspecto que hoy presenta. El 19 de mayo de 1866, vigilia de Pentecostés, quedaba consagrada la cripta, que había de ser el cimiento de la futura capilla. Su inauguración quedó señalada para dos días después, lunes de Pentecostés, en presencia de una inmensa multitud. Todavía pudo asistir a ella Bernardita. Pero le costaba reconocer el terreno. Estaba todo muy cambiado.
En 1873 se inician las grandes peregrinaciones francesas. En 1876 es solemnemente consagrada la basílica y coronada la estatua de la Virgen. Los veinticinco años de las apariciones se celebran con afluencia de una inmensa multitud, y colocando la primera piedra de la iglesia del Rosario, para suplir la insuficiencia, de la primitiva basílica. Seis años más tarde era inaugurada esta iglesia, que fue solemnemente consagrada en 1901. Todavía con la marcha del tiempo habría de resultar insuficiente, y el 25 de marzo de 1958, el cardenal Roncalli, futuro papa Juan XXIII, consagraba una nueva y más inmensa basílica subterránea, dedicada a San Pío X.
No ha faltado el sello oficial de la Iglesia. En 1869, Pío IX, por un breve de 4 de septiembre, proclamaba la luminosa evidencia de los hechos. León XIII autorizó un oficio especial y una misa en memoria de la aparición, que San Pío X, su sucesor, extendió por decreto de 13 de noviembre de 1907 a la Iglesia universal. Todos los Romanos Pontífices han rivalizado en dar muestras de benevolencia a este santuario mariano, Es digna de destacarse la preciosa encíclica Le pélerinage, de Pío XII, con motivo del grandioso centenario de las apariciones. Con tales testimonios de la Iglesia, el fiel cristiano puede invocar con seguridad a la Virgen de Lourdes y descansar tranquilo en su maternal regazo.
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