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miércoles, 26 de febrero de 2025

De «Europa será cristiana o no será» a «Europa será mestiza o no será»



El Papa San Juan Pablo II afirmó con contundencia que la identidad de Europa sería incomprensible sin el cristianismo. «Sólo una Europa que no olvide, sino que vuelva a descubrir sus propias raíces cristianas podrá estar a la altura de los grandes retos del tercer milenio«. Durante siglos, esta afirmación era incuestionable: Europa era cristiana o no era. Hoy ya no lo es.

Europa ha sido un continente construido sobre bases culturales y religiosas cristianas bien definidas. Unos fundamentos que han configurando una identidad que ahora está en peligro. La alteración de estos pilares no es una cuestión menor, sino una decisión con consecuencias irreversibles. La llegada masiva de millones de inmigrantes, en su mayoría musulmanes, están transformando la esencia misma de la sociedad europea y amenaza con borrar la civilización cristiana europea.

¿Por qué? La razón es simple. Las élites globalistas buscan desmantelar el orden cristiano como base de Europa. Para ello, han promovido una inmigración masiva sin precedentes. Este fenómeno no es el resultado de un proceso espontáneo y natural, sino que forma parte de una hoja de ruta y de decisiones políticas concretas. La frase «Europa será mestiza o no será» se ha convertido en una nueva consigna impuesta por los políticos y medios de comunicación, a pesar de la evidente transformación que supone.

En este contexto, la Unión Europea se ha convertido en el alumno aventajado de estas políticas globalistas de promoción de la inmigración masiva. Desde Bruselas, se impulsan normativas y directrices que fuerzan a los Estados miembros a aceptar estas transformaciones sin posibilidad de debate. En lugar de defender las identidades nacionales, cultural y cristiana, la UE se ha plegado a los intereses de quienes buscan disolver los límites y fronteras que han definido a Europa a lo largo de la historia, entregándola, además, a la cultura y religión musulmana.

Cuestionar esta política se ha convertido en un auténtico riesgo. Cualquier disidencia es inmediatamente criminalizada con epítetos como racismo, xenofobia o ultraderecha, generando un clima de miedo y autocensura. Los medios de comunicación y las instituciones dominadas por el globalismo se encargan de silenciar cualquier voz que se atreva a desafiar la narrativa oficial.

Sin embargo, el futuro de Europa dependerá más de esta cuestión que de cualquier otra medida económica o fiscal. No se trata de un simple ajuste migratorio, sino de la redefinición total de la civilización europea, su cultura y su identidad. Lo que está en juego no es solo el bienestar material, sino la pervivencia de nuestra esencia como nación, nuestra cultura y nuestra religión y nuestro modo de vida.

Europa debe decidir su destino. Y para revertir esta situación, es necesario que los ciudadanos luchemos por nuestra soberanía e identidad, y hagamos que los gobiernos escuchen la voz de sus ciudadanos y no de los tecnócratas de Bruselas o las corporaciones globalistas. La presión política y social es clave para frenar la agenda impuesta y recuperar la soberanía de las naciones.

Asimismo, es fundamental fortalecer la identidad cultural y cristiana de Europa. La defensa de las tradiciones, el cristianismo sin complejos, y el fomento de una sociedad basada en la historia y raíces del continente son esenciales para preservar lo que ha hecho grande a Europa a lo largo de los siglos. Solo así se podrá garantizar un futuro en el que la Europa cristiana siga existiendo, sin verse disuelta y transformada por los intereses globalistas.

Ucrania: por qué Trump cambia el relato


Trump ha cambiado el relato sobre la guerra de Ucrania. Lo ha dicho el vencedor de las elecciones alemanas, lo ha dicho nuestra ministra de Defensa y lo han dicho otros conspicuos portavoces del orden global. Y es llamativo que lo hayan dicho precisamente así: el relato. Porque, en efecto, la relevancia política de la guerra de Ucrania, fuera de los países contendientes, radica sobre todo en su fuerza como relato: una malvada potencia agresora abusa de su poder e invade alevosamente el territorio de una nación libre y soberana. ¿Cómo no salir en defensa del agredido? Éste ha venido siendo desde febrero de 2022 el relato oficial y desde el principio se intentó que no hubiera otro posible. Tanto se intentó, que una de las primeras decisiones de los países europeos fue prohibir cualquier medio de comunicación ruso en nuestro suelo e, inmediatamente después, publicar en todos nuestros países, con cargo a nadie sabe quién, biografías laudatorias de Zelenski lo mismo en libro que en audiovisual. Para dejar claro el relato.

Desde ese momento y hasta hoy, la tonalidad única de la información en nuestros grandes medios ha sido la propaganda de guerra: todo se contaba desde el lado Zelenski. Hemos estado a punto de ganar la guerra todos los días. Se subrayaban las crueldades y atrocidades de los rusos mientras se exaltaban las virtudes de los ucranianos, para los que se pedía de manera incesante más y más armamento, pues la victoria sólo era cuestión de tiempo. En torno a este relato ha crecido una atmósfera fuertemente emocional que hacía imposible cualquier disidencia: todo intento por ver las cosas desde otro punto de vista era —aún lo es— inmediatamente reconducida hacia la traición, el quintacolumnismo o la venalidad («¿quién estará pagando a este?»), en una especie de reductio ad Putinum que justificaba cualquier insulto, porque, claro, ¿quién sino un canalla o un vendido podía optar por el Mal en vez de por el Bien? Y desde ese punto de vista, era verdad.

El problema era —siempre ha sido— precisamente ése: el punto de vista. Por utilizar una imagen muy popular, es como lo de ese cuento indio donde unos ciegos tratan de describir un elefante sólo a partir de la parte del animal que pueden tocar: cada cual describe un animal distinto según palpe la trompa, la oreja, una pata, etc. Todos tienen razón, pero ninguno está describiendo toda la realidad. Lo mismo aquí, en esta guerra (como en todas). Si uno pone el foco en febrero del 22, es evidente que la guerra la empieza Rusia con una invasión alevosa y claramente ilegal del territorio soberano ucraniano. Ahora bien, si uno amplia el foco y lo coloca no en 2022, sino en 2013-14, que es cuando el conflicto se hace irreversible, entonces la perspectiva cambia. ¿Recordamos? Elecciones que gana Yanukovich, golpe de estado travestido de revolución popular, la transparente declaración de Victoria Nuland, en la época responsable de la Secretaría de Estado para asuntos eurasiáticos: «Que se joda la UE». Y los fallidos acuerdos de Minsk, y la ocupación rusa de Crimea… Si ponemos ahí el foco, el conflicto lo empiezan los americanos. Pero si ampliamos más el foco y nos vamos al nacimiento del estado ucraniano, en 1991, entonces la perspectiva vuelve a cambiar: tenemos un estado en buena medida artificial, con dos comunidades claramente diferenciadas (la ucraniana y la rusa), regidas ambas por dos oligarquías simétricamente corruptas, incapaces de construir un estado eficiente. Si ponemos el foco ahí, la culpa del conflicto es sin duda de los sucesivos gobiernos ucranianos, depredadores de una nación a la que han condenado a la corrupción permanente y a la emigración de millones de personas mucho antes de que empezara la guerra. Pero hay más: si volvemos a acercar el foco y nos vamos a la primavera de 2022, a las conversaciones de paz de Estambul, ahí la perspectiva cambia de nuevo: Zelenski había obtenido entonces una paz mucho más ventajosa que la que ahora podrá conseguir, pero llegaron los ingleses y empujaron a Ucrania a prolongar la guerra, aún no sabemos bajo qué promesas. Si colocamos ahí el foco, entonces la culpa es de los europeos; los mismos europeos que confesaron (Merkel, Hollande) que los acuerdos de Minsk sólo eran una trampa para ganar tiempo y permitir que los ucranianos se rearmaran. Y Europa, desde ese momento, no ha dejado de prolongar… el relato.

Trump ha cambiado violentamente el guion. No lo ha hecho por amor a la verdad, sino por puro pragmatismo político (que es su obligación, todo sea dicho). Sencillamente, esta guerra no es su guerra, sino la del establishment demócrata. A él no le interesa lo más mínimo tensar a los rusos, porque, en su visión del orden mundial, su rival en el tablero no es Rusia, sino China (y si consigue separar a Rusia de China, mejor que mejor). La guerra de Ucrania sólo es un sumidero de dinero cuyo destino, por otro lado, está rodeado de sombras. En cuanto a la guerra en sí, por supuesto que la OTAN podría doblegar a Rusia, pero sólo a costa de una escalada cuyas consecuencias serían con toda seguridad catastróficas. En estas condiciones, ¿qué sentido tiene prolongar la guerra? Una guerra que no vas a ganar, mejor liquidarla. Eso es todo. ¿Y los ucranianos, a los que se ha empujado a un conflicto imposible? Bueno —deben de pensar ahora en la Casa Blanca—, habrían hecho mejor en no fiarse de los Estados Unidos o de sus monaguillos europeos, que en esto llevan tanta culpa como Washington. Pero para eso es imprescindible, ante todo, romper la narrativa que durante tres años ha hecho de la guerra de Ucrania el eje de la política mundial, la quintaesencia de la lucha por las libertades y los «valores occidentales» frente al despotismo asiático-ruso-soviético. 

Romper el relato.

Se comprende perfectamente el desamparo de quienes, a lo largo de todo este tiempo, habían encontrado por fin un discurso capaz de explicar la Historia, una nueva guerra fría que daba cuenta del movimiento del mundo. Ahora el relato se deshace y el ciego ha de aceptar que sólo estaba tocando una parte del elefante. ¿Pero cómo aceptar tal cosa cuando uno no puede ver el conjunto? Por eso hay quien, incapaz de reaccionar, opta por el llanto, como Christoph Heusgen, o por el delirio de la conspiración: Trump títere de los rusos, los Sudetes, Trump traidor a la causa, Chamberlain y Churchill, Trump malvado que abandona a los ucranianos a su suerte… o al abrazo de la Unión Europea, que quizá sea una suerte aún peor. Pero no, no hay nada de eso. Sólo hay poder. Como siempre. Como cuando el conflicto empezó. Y ahora, también como siempre, asistiremos a la construcción de un nuevo relato a medida que las armas vayan callando y la paz se imponga… hasta la próxima guerra.

¿Y los europeos? Los europeos quizá deberíamos empezar a escribir otro relato. Nuestro propio relato. Pero con otros escribas, por favor, porque los de Bruselas ya no sirven ni para un folletín.

El Cónclave que viene: ¿Quién será el próximo Papa?



Sí, ya lo sé, el Papa no ha muerto, y es de mal gusto hablar del futuro cónclave. Sí, ya lo sé. Pero las cosas están pasando muy rápido, la Iglesia continúa, y los católicos, los que tenemos esperanza, ya miramos al futuro, mientras rezamos por Francisco. Que se pueden hacer dos cosas a la vez.

Sea en las próximas semanas, sea en los próximos meses, en las sombras de la Capilla Sixtina, los cardenales serán testigos y actores de una elección que marcará el futuro de la Iglesia. Como en toda gran historia, hay héroes, villanos y figuras ambiguas que podrían inclinar la balanza en una u otra dirección.

He querido esbozar tres listas: La terna de los que, modestamente, desearía ver en la sede de Pedro, los que tienen posibilidades reales, más allá de mis gustos, y aquellos cuya elección me helaría la sangre. Y, por encima de todo, hay un nombre que merece una mención especial.

Los tres que elegiría

Entre los nombres que despuntan hay tres que podrían contribuir a restablecer el daño causado en los últimos años a la Iglesia:

Willem Jacobus Eijk (Países Bajos): Un cardenal de hierro en un país que se ha convertido en uno de los cementerios de la fe en Europa. Médico y teólogo, ha denunciado sin tapujos la crisis moral de Occidente y la laxitud doctrinal en la Iglesia. Sería un Papa dispuesto a restaurar la claridad en la enseñanza y a devolver el sentido de lo sagrado.

Péter Erdö (Hungría): Primado de Hungría, intelectual de peso y con experiencia de gobierno. Su pontificado podría traer orden y estrategia en un momento de confusión.

Malcolm Ranjith (Sri Lanka): Ex secretario de la Congregación para el Culto Divino, defensor acérrimo de la liturgia tradicional y crítico con los abusos postconciliares. Benedicto XVI le tuvo en alta estima y le confió diversas tareas clave. En su país ha sabido lidiar con tensiones interreligiosas y gobernar con mano firme. En Roma, sería un Papa con el objetivo de restaurar el sentido de lo sagrado, sin miedo a desandar los caminos errados.

Los que tienen posibilidades reales

Más allá de mis preferencias, la realidad vaticana marca otras tendencias. En el tablero de poder hay tres nombres que, por distintos motivos, parecen estar en la recta final:

Pietro Parolin (Italia): El eterno candidato. Como Secretario de Estado, ha sido el arquitecto de la política diplomática de Francisco, pero su papel en el desastroso acuerdo con China debería bastar para inhabilitarlo. Sin carisma de pastor ni experiencia conocida. Un pontificado suyo podría significar una continuidad pragmática, sin grandes sacudidas, pero también sin un rumbo claro en lo doctrinal.

Matteo Zuppi (Italia): Presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, mediador en conflictos internacionales y hombre de confianza del Papa actual. Su cercanía con la Comunidad de San Egidio le otorga una red de influencia global, aunque en ambas direcciones. Como sacerdote, negoció con ETA en nombre de San Egidio, y su elección supondría, en muchos aspectos, el papado de Andrea Riccardi. Es visto como un “Francisco II”, con su mismo énfasis en los temas sociales y ecuménicos, pero con una mayor capacidad de gestión.

Luis Antonio Tagle (Filipinas): Carismático, cercano y con la etiqueta de “papable” desde hace años. Escuela de Bolonia, su nombramiento como Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos fue interpretado como un guiño a su candidatura. Es el rostro del catolicismo asiático y, para muchos, la continuación natural del actual pontificado.

Pierbattista Pizzaballa (Italia/Israel): El Patriarca de Jerusalén es otro de los nombres de ‘consenso’ que suena con fuerza. Su figura se ha revalorizado en estos últimos meses por su papel en la guerra de Gaza. El cardenal llegó a ofrecerse a los terroristas de Hamas a cambio de los rehenes israelíes. Su figura es vista con buenos ojos tanto por conservadores como por progresistas como un papable que sea capaz de volver a unir a la Iglesia dividida.

Timothy Dolan (Estados Unidos): El arzobispo de Nueva York podría verse beneficiado del ascenso de Trump en Estados Unidos. Dolan sabe moverse en ambientes muy variopintos y podría ser considerado por muchos cardenales como un posible sustituto que sepa entenderse con las nuevas fuerzas políticas que emergen en Occidente.

Los tres que más miedo me dan

No es cuestión de alarmismo, pero hay nombres que generan preocupación. Cardenales que podrían consolidar una tendencia ya marcada, llevando a la Iglesia a territorios inciertos:

Blase Cupich / Robert McElroy (EE.UU.): Mencionados juntos porque representan lo mismo: el ala más progresista del episcopado estadounidense. Cupich, cercano a la línea de Francisco, ha sido un promotor de la “Iglesia inclusiva”. McElroy, aún más radical, ha abogado por una moral más “flexible” y ha sido un defensor del acceso de políticos abortistas a la comunión.

Jean-Claude Hollerich (Luxemburgo): Relator del Sínodo sobre la Sinodalidad, abiertamente favorable a una revisión de la moral sexual de la Iglesia. Su elección marcaría un cambio de rumbo en la doctrina, con consecuencias imprevisibles.

Michael Czerny (Canadá): Es prefecto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral. Es conocido por sus mensajes de corte social en defensa de la inmigración y del ecologismo.
Mención especial: Robert Sarah

En esta ecuación falta un nombre que sería, sin duda, el mejor candidato: Robert Sarah. El cardenal guineano, ex Prefecto de la Congregación para el Culto Divino, es un hombre de oración, con una visión clara y una fe inquebrantable. No está en ninguna de las tres ternas porque tiene categoría propia: tiene posibilidades reales, pero su perfil no encaja con ninguna de las otras clasificaciones. A su favor corre el hecho de que, con 79 años, su pontificado no sería largo, lo que podría ser un factor de consenso entre los electores que buscan evitar una guerra abierta en el cónclave.

Jaime Gurpegui