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viernes, 7 de marzo de 2025

Munilla y el dedito del listillo



Hay una clase de hombres que, cuando ven a otro haciendo algo bueno, lo primero que sienten no es gratitud, sino la necesidad de corregirle. No pueden simplemente reconocer que alguien está dando la batalla, que alguien está poniendo el cuerpo y el prestigio donde ellos no se atreverían. No. Ellos necesitan señalar. Matizar. Añadir su cucharadita de «originalidad».

Monseñor Munilla pertenece a esa estirpe. No puede limitarse a agradecer que un político como JD Vance, en un mundo donde la mayoría de dirigentes se venden al globalismo, tenga la valentía de decir en Múnich que Europa ha traicionado sus propios principios. No puede simplemente asentir y decir: este hombre ha hablado con verdad. No. Munilla necesita poner su notita de color. Porque no hay nada más insoportable para un cierto tipo de clérigo que estar de acuerdo sin más.

Y así, en su carta de Cuaresma, lo que podría haber sido un reconocimiento de una verdad incómoda, se convierte en una lección moralista. Munilla, desde su púlpito clerical, se permite corregir a Vance: sí, sí, tiene razón en parte, pero se ha equivocado en el tiempo verbal, porque en realidad la traición es de todos, también de Trump, también de los suyos, también de nosotros. Y ahí es donde asoma el problema. Porque esa frase no está puesta por justicia, ni por equilibrio, ni por análisis político. Está puesta por vanidad intelectual.

Es el típico ejercicio del dedito listillo que describe Miguel Ángel Quintana Paz: la necesidad de demostrar que uno no es un vulgar aplaudidor, que no está de parte de nadie sin una pequeña corrección, que no es un palmero más. Pero lo que esta gente no entiende es que a veces la inteligencia está en saber callarse. En saber estar donde se debe estar sin la compulsión de demostrar la propia lucidez con una apostilla ingeniosa.

Porque la realidad es esta: JD Vance, con todas sus imperfecciones, está haciendo más por la fe, por las costumbres y por la civilización cristiana de lo que harían cien Munillas en cien vidas. Vance está en la trinchera. Munilla, en la gradería. Y lo mínimo que se espera de alguien que no está en el combate es que al menos respete a los que sí lo están. Que se guarde sus ganas de marcar distancias y que, por una vez, enmudezca el dedito corrector.

Pero no. Porque ser parte de la gradería tiene su propio código. Y una de sus reglas no escritas es que nunca debes parecer demasiado entregado a los que están luchando. Siempre hay que añadir un matiz, una corrección, un «sí, pero». Siempre hay que dar a entender que uno ve las cosas con más perspectiva que los que están en la refriega.

Y así, mientras Vance trata de poner un freno a la disolución de Occidente, Munilla está ahí, no para apoyarle, sino para hacerle un pequeño examen de conciencia en público. Porque, claro, no vaya a ser que alguien piense que él simplemente le da la razón.

Hay clérigos que se han olvidado de lo esencial. De que su misión no es la crítica sutil desde la distancia, sino el apoyo decidido a quienes, con sus errores y defectos, están peleando por lo que es bueno y verdadero. Que a veces, lo más inteligente no es demostrar la propia inteligencia, sino saber callarse y estar del lado correcto sin peros.

JD Vance merece muchas cosas. Pero lo que menos necesita es la corrección condescendiente de un obispo que no ha arriesgado nada. Porque cuando la fe, la verdad y la civilización están en juego, los que más estorban no son los enemigos declarados. Son los que, desde la comodidad de su púlpito, no pueden resistir la tentación de levantar el dedito.

Jaime Gurpegui

Quién será el próximo Papa


Francisco se muere. Irremediablemente. Podrán decirnos los partes diarios que emite la vocería vaticana que durmió toda la noche como un angelito, que luego se levantó, rezó en la capilla, se sentó en un sofá donde desayunó café con leche y medialunas, leyó los diarios, escribió varios documentos y discursos y recibió a un par de cardenales. A este paso, no sería raro que nos dijeran que jugó una partida de bridge con una monja, el cardenal Fernández y Miss Marple. Como bien repite con frecuencia Specola, los personajes que se encargan de la comunicación de la Santa Sede son de los más simplotes y elementales, y suponen que la gente es idiota.

Bajo estas circunstancias, entonces, es lo más normal del mundo que la Iglesia se encuentre en situación de pre-cónclave y que, consecuentemente, las quinielas de nombres de candidatos a ocupar el puesto que dejará libre Bergoglio se meneen en medios de prensa, en blogs y en trattorias romanas. Pero todos sabemos que no son más que eso: quinielas, suposiciones, cálculos, predicciones. No más que eso. Y esto es así porque el nombre del futuro Papa depende de la voluntad de 137 cardenales, y nadie sabe cómo se coordinarán esas voluntades. Y en este punto hay que ser muy claro: al Papa no lo elige el Espíritu Santo sino que lo eligen los cardenales. Ya verá luego el Paráclito cómo se las arregla para iluminar al que le pusieron debajo, pero lo que es seguro es que Él no lo elige.

Y como es época de predicciones y apuestas, me sumo también a los apostadores. Y junto a afirmar que no sé quién será el próximo Papa, sé en cambio quién o quiénes no serán los próximos Papas. No será elegido ningún cardenal latinoamericano ni tampoco ninguno que venga de las periferias. Bastante mal y bastante caro le salió a la Iglesia el divertimento de los purpurados que en 2013 quisieron experimentar con un hombre del fin del mundo. Por tanto, el cardenal Tagle, aunque los medios progres lo consideren papabile, no tiene la menor chance. Y no la tienen tampoco ninguno de los exóticos ejemplares a los que Bergoglio vistió de colorado. El que se quemó con leche, ve una vaca y llora, dice el refranero hispanoamericano.

Quedan entonces en carrera los cardenales norteamericanos y europeos. Si miramos a los canadienses, un buen candidato sería Francis Leo, arzobispo de Toronto. Posee todas las cualificaciones necesarias para ser elegido y seguramente sería mirado muy de cerca por sus colegas si no fuera por su juventud: tiene apenas 53 años, y nadie se arriesgaría a tener en el solio petrino a una misma persona durante cuarenta años. En cambio, el cardenal Lacroix, arzobispo de Quebec, y al que muchos ven como papabili carga consigo una acusación de abuso sexual que, aunque fue desestimada, lo obligó a dejar su cargo durante seis meses, y no están las cosas para andar jugando con fuego.

Y creo que no vale la pena considerar a los cardenales de Estados Unidos. Hay perfiles que se ajustan en un sector o en otro, como Timothy Dolan, arzobispo de Nueva York, o el cardenal Blase Cupich, de Chicago, pero el Sacro Colegio no elegirá a un cardenal americano en circunstancias en las que Donald Trump ha asumido un rol tan protagónico y disruptivo en todo el mundo. No les interesará que la Iglesia quede como complemento del caudillo. Más de uno temería que, como hizo León III con Carlomagno, lo corone emperador de un nuevo sacro imperio romano-americano.

En mi opinión entonces, el próximo Papa será necesariamente europeo. Y aunque esto es decir algo, no es decir mucho, pues hay que pensar qué condiciones debe reunir para enfrentar el estado catastrófico que deja Bergoglio a la Iglesia (los peronistas sólo saben ruinas cuando dejan el poder), y esto más allá de su tendencia doctrinal. En primer lugar, debe ser un hombre de orden y unidad, es decir, que sea capaz de ordenar el enorme desaguisado que encontrará en muchos niveles. Y el primero de todos, y no sólo por necesidad sobrenatural sino también por necesidad política, es lograr la unidad en la fe. En la actualidad, ser católico tiene las prerrogativas del ser: se dice de muchas maneras, y este estado de confusión ha sido buscado y querido por Francisco. Pero resulta imposible continuar por el mismo camino. El próximo pontífice, sea del bando que sea, deberá tender a clarificar la fe católica. No me parece que sea algo que pueda hacerse de modo abrupto ni de un día para otro, pero resulta imprescindible, si se quiere que la Iglesia continúe existiendo, que se retorne a una doctrina común, a que todos asintamos al mismo Credo y se dejen de lado las veleidades doctrinales.

Por eso mismo, deberá ser un hombre de personalidad fuerte y decidida, que no tema hacer en los primeros días de su pontificado lo que deba hacer. No creo que sea un della Chiesa, o un Montini, o un Ratzinger. Si lo que dijimos en el párrafo anterior tiene algún sentido, una de las primeras cosas que deberá hacer el próximo Papa será poner de patitas en la calle a varios paniaguados de la Curia, sobre todo los que no vienen “de la escuela”, que son difíciles de tocar, empezando por el cardenal Tucho Fernández, responsable en buena medida del desbarajuste actual.

¿Será el próximo Papa un bergogliano? El bergoglianismo, como hemos dicho, expirará junto con Bergoglio. En todo caso, podríamos hablar de cardenales bergoglianos lato sensu, lo que en otras palabras sería hablar de “cardenales progresistas”. Luis Badilla, un respetado conocedor del Vaticano, incluye varios nombres dentro de este sector en un artículo reproducido por Missa in Latino. Me parece demasiado generoso. Nunca será elegido otro jesuita, por lo que Hollerich está descartado; Marengo es muy joven (50 años), como también Pizzaballa (59), y Omella demasiado viejo (casi 80 años); Tolentino de Mendonca desangelado y demasiado intelectual y Arborelius demasiado exótico, pues Suecia entra, para la Iglesia, dentro de esa categoría. De ese listado quedan Pietro Parolin, Secretario de Estado; Matteo Zuppi, arzobispo de Bolonia, y Jean-Marc Aveline, arzobispo de Marsella.

Pietro Parolin, sería un buen candidato, pero creo que está ya demasiado remanido y fácilmente y con razón pueden adjudicársele a él los errores colosales de Bergoglio. No me parece que sea una opción aunque sí puede es un buen y poderoso king maker, y en esa función no me extrañaría que orientara los votos que le responden al cardenal Claudio Gurgerotti, pertenecientes ambos a la cordata del cardenal difunto Silvestrini.

Matteo Zuppi, aunque no tiene el physique du rol, sería el candidato ideal del progresismo y, curiosamente, también de muchos círculos tradicionalistas, porque es un liberal coherente: con él sí habría lugar en la Iglesia para todos, todos, todos, y no para los todos secundum quid de Bergoglio. Pero quizás sea justamente eso lo que le bloquee el camino: su progresismo desembozado y, consecuentemente, antitrumpismo, propio de la comunidad de Sant’Egidio a la que pertenece. En las circunstancias actuales del mundo, el Sacro Colegio no elegirá a un abierto enemigo de Trump.

En los últimos días han comenzado a circular rumores que circulan que Francisco, o quien sostiene su mano, antes de morir firmaría una reforma de las reglas del cónclave estableciendo que para ser elegido Papa es suficiente alcanzar la mayoría absoluta de los votos. No parece probable porque eso sería romper con un tradicion de setecientos años, cosa que no le importaría a Bergoglio, pero sí creo que le importaría que cuando un Papa, Gregorio XI en 1378 estableció esa medida, provocó en la elección de su sucesor el Cisma de Occidente, y no sería nada raro que en esta ocasión ocurriera lo mismo. Sin embargo, el sólo de que ese rumor corra significa que los bergoglianos, o los progresistas, están preocupados y nada seguros con que el próximo pontífice de Roma sea uno de ellos.

El grupo de los abiertamente no bergoglianos creo que no tienen posibilidad alguna de ser elegidos. A no ser que un terremoto hiciera temblar los cimientos de la Sixtina y que, aterrorizados, los cardenales se decidieran por un candidato claramente católico, no veo que sea posible. Lo que sí pueden hacer, y sin duda harán, será formar junto a los conservadores lato sensu un tercio de bloqueo que fuerce, luego de varios días de intentos, la elección de un candidato de compromiso. Y uno e ellos puede ser el húngaro Péter Erdö o el holandés Willem Eijk, o algún otro que surga inesperadamente como el fue el caso de Wojtyla, que zanjó la disputa entre Siri y Benelli.

Si las cosas son así, podemos adoptar estas claves para asistir al cónclave por televisión. Si la fumata bianca aparece pronto, es decir, luego de cuatro o cinco votaciones, encomendémonos a Dios, porque no creo que sea una buena señal. Una elección, en las circunstancias actuales, en tan poco tiempo, significaría que el tercio de bloqueo no funcionó y que fue elegido un cardenal con alta intensidad de bergoglianismo en sangre. Si dura más de tres días, sería una muy buena señal.

Wanderer

El mundo no se acaba: la realidad desmonta la farsa del discurso ambientalista apocalíptico



El discurso alarmista de los climatólogos catastrofistas se tambalean y debilitan cada vez más, enfrentándose a datos científicos que contradicen sus predicciones apocalípticas e interesadas. Desde hace décadas, los profetas del desastre han anunciado graves catástrofes con fechas límite que nunca se cumplen basándose en modelos climáticos imprecisos, sesgados e incluso manipulados. Sin embargo, la realidad se impone y evidencia la falta de rigor de estas afirmaciones..

Los modelos climáticos han fracasado una y otra vez en sus predicciones, dejando en evidencia la fragilidad de sus afirmaciones.

Primero fue el agujero de la capa de ozono que «generó alarma mundial» sobre el aumento del cáncer de piel y otros efectos negativos. La realidad es que desde el año 2000 se ha ido reduciendo progresivamente, alcanzando en la actualidad sus niveles más bajos en décadas. Ahora, otro de los ejemplos más flagrantes de esta manipulación es la situación del Ártico. A pesar de los titulares sensacionalistas que anuncian su desaparición inminente, la extensión del hielo marino sigue existiendo, desmintiendo las reiteradas afirmaciones de los ambientalistas radicales. Los modelos climáticos han fracasado una y otra vez en sus predicciones, dejando en evidencia la fragilidad de sus afirmaciones.

Por otra parte, en los últimos 50 años, la humanidad ha logrado avances significativos en la reducción de la contaminación atmosférica. «Estamos respirando uno de los aires más limpios que hemos tenido en generaciones«. No son las palabras de un «negacionista conspiranoico» del cambio climático, como dirían los ecologistas radicales fanáticos, sino de Hannah Ritchie, científica de la Universidad de Oxford. Este hecho desmonta el discurso catastrofista que ignora los avances ambientales.»

Este sesgo hacia el catastrofismo climático es una estrategia de manipular a la opinión pública mediante el miedo. Se ha llegado al punto de presentar cualquier fenómeno meteorológico como «prueba irrefutable» del desastre inminente. No importa si se trata de una ola de calor o de una tormenta de nieve inusual; cualquier evento se utiliza para reforzar una narrativa de emergencia perpetua. Recordemos las palabras de Pedro Sánchez «El cambio climático mata», refiriéndose a la gota fría de Valencia como efectos del cambio climático

Entre 1998 y 2014, el planeta experimentó una pausa en el calentamiento global que desafió las expectativas de los modelos climáticos. Pero en lugar de admitir la inexactitud de sus cálculos, ciertos sectores de la comunidad científica optaron por «ajustar» las series de datos oficiales para minimizar la pausa, haciendo obsoletos estudios anteriores que demostraban inconsistencias en las proyecciones.

Tras cinco décadas de predicciones alarmistas fallidas, la Asociación de Realistas Climáticos (ARC) concluye que «la crisis no es climática, sino de credibilidad científica y mediática«. Los supuestos expertos que han vivido décadas pronosticando tragedias incumplidas han perdido toda legitimidad.

En lugar de caer en el juego del miedo, es necesario replantear el enfoque con el que se comunican los problemas ambientales, basándose en el rigor científico y no en la propaganda ideológica. Es hora de rechazar el alarmismo infundado y apostar por soluciones pragmáticas, racionales y basadas en datos objetivos, no en la histeria colectiva promovida por quienes buscan imponer una agenda política disfrazada de ecologismo.