Todos somos hijos de nuestro tiempo, al menos en cierta medida. Es inevitable. Como los peces no notan el agua, nosotros apenas notamos la omnipresente ideología de nuestra época, que nos empuja por todos lados, desde que nacemos, en cada momento de nuestras vidas y sin descanso para que actuemos “como todo el mundo”, para que no nos salgamos de lo admisible, de lo políticamente correcto.
Uno de los grandes dogmas de esa ideología es la privatización de la fe: la fe católica resulta admisible para nuestra época siempre que permanezca en el ámbito de lo privado y no se manifieste públicamente ni afecte en nada a la vida social económica o política. Es decir, el ideal es una fe vergonzante, guardada como un secreto culpable o un polvoriento y arcaico traje regional en el armario, que no moleste ni pretenda ser relevante para nadie más que para el propio interesado e incluso para él solo sentimentalmente.
En ese contexto, me alegró conocer no hace mucho a un argentino, Gabriel Manrique, que estaba de viaje por España con su familia. No solo me alegró por la agradabilísima conversación que mantuvimos, sino en particular porque me contó algo políticamente incorrecto, pero muy esperanzador.
Me explicó que
había consagrado públicamente sus empresas, el Grupo Himan, al Sagrado Corazón. Contra los dogmas de la modernidad, no lo había hecho él de forma privada y personal, sino con sus empleados y entronizando en la sede central una bonita imagen que unía los atributos del Sagrado Corazón y de Cristo Rey. Con ello, quería poner al Hijo de Dios en el centro de su negocio y que fuera precisamente eso, el rey de todas sus actividades empresariales.
Como dice el propio Gabriel al explicarlo, “en esta época en la cual Dios ha sido echado del ámbito público al ámbito privado, nos vemos en la obligación de dar este testimonio público de fe”.
En otras épocas, ese testimonio se daba de forma natural, sin que a nadie le pareciera extraño ni tuviera que pensar mucho en ello, pero en la nuestra exige un esfuerzo a contracorriente. Por eso, no contento con consagrar su propio grupo empresarial, Gabriel ha empezado a
animar a otras empresas y negocios a que hagan lo mismo.
Para ello, les proporciona la fórmula de la consagración, una serie de oraciones de preparación para los ocho días anteriores y, de regalo, la imagen del Sagrado Corazón Rey para que la coloquen solemnemente en la empresa. También les anima a leer las encíclicas Annum sacrum, de León XIII, y Quas primas, de Pío XI, y, sobre todo, a que inviten a otras empresas a hacer lo mismo. Sorprendentemente, más de 25 empresas han aceptado esa invitación políticamente incorrecta y se han consagrado al Corazón de Cristo. Solo había que ser valiente y proponérselo.
Esta consagración de las empresas a Cristo no es un detallito piadoso, como pensarán sin duda algunos, sino el signo de algo que tiene gran calado. Me atrevería a decir que la única forma de que la economía sea justa y verdaderamente humana es que Cristo esté presente en ella. El Verbo se hizo carne para redimir al hombre entero y, por lo tanto, no hay ninguna realidad humana que no necesite ser redimida, purificada y renovada por Dios. La economía, fuente de tantísimas injusticias en nuestro mundo caído, necesita especialmente la presencia de Cristo para purificarse de todo lo que resulta contrario a la ley de Dios y al bien de los hombres.
Antes o después, los católicos tendremos que convencernos de que la fe no es algo privado o folclórico y de que necesitamos ir al mundo entero a proclamar el Evangelio. Será consagrando públicamente empresas, saliendo a las calles a predicar, creando medios de comunicación como InfoCatólica, dando la vida cuando llegue la persecución o como Dios le pida a cada uno, pero si no lo hacemos, se perderá la fe en Occidente. ¡Y qué grande será la oscuridad!
Bruno Moreno